En esos días ellos sólo conocían o podían dar cuenta del pasto en
aquella plaza. Él apenas registraba otra cosa que a ella, ni siquiera a la
comparsa que se la pasaba ensayando en esa isla verdosa dentro de la ciudad.
Ella tampoco registraba otra cosa: sólo estaba concentrada en él para decirle
algo que no le salía.
En los auriculares de él sonaba Sigurd rós. Entre ellos solía
haber silencio, echados en una siesta al sol de plaza poco arbolada. Hasta que
llegó la nena que saltaba con la soga.
Martín lo advirtió cuando la soga se le enganchó en el pie,
que tenía extendido al final de la pierna y sobre la raíz de un árbol. Victoria
siguió el sobresalto de él y avistó a la nena.
–¿Por qué están durmiendo en el pasto? ¿No tienen casa?–
preguntó salteándose preámbulos al ritmo de la curiosidad.
Ellos se desengancharon de su abrazo dormido y, al
desperezarse, se miraron para ver qué contestaban. Él tomó la delantera con el
sopor malaonda que solía presentar cuando lo despertaban.
–Sí, sí tenemos. ¿Y vos por qué jugás a saltar la soga en la plaza solita? ¿No
tenés casa?– y se sacó una hoja marrón que le había caído en la panza mientras
dormía. Victoria no lo miró tirar su veneno, como siempre que lo hacía. Escondió los ojos en las hojas.
La nena lo miró fijo, pero no tenía expresión; sólo tenía
unos 8 años. Pero levantó un dedo acusador que martilló la sentencia: les dijo
que no iban a durar mucho juntos. La nena se fue por donde vino; por allí había
un músico que dejaba descansar unas notas de saxofón sobre la gramilla.