–Siempre te dije que no se podía vivir con una medianera tan baja– pensó Analía.
Esa era una de las muchas frases comenzadas en «siempre» que solía espetarle a su esposo. Pero esta vez se la contuvo. Días después pensaría sobre esa contención y concluiría que había hecho lo correcto, porque el horno no estaba para bollos desde hacía rato. Para ningún tipo de panificado, en realidad.
Siempre se juntaban ahí, en la medianera. Quiso la casualidad, esa emperatriz del sadismo, que la pared en cuestión diera al ventanal principal de la casa de Analía. Otra de sus voluntades fue que los tres pajarracos se juntaran religiosamente a la hora de regar las plantas, cuando bajaba el sol, para que Analía sintiese sus cabezas asomadas mirando en dirección a ella.
Ella sabía que allí estaban aunque moviera el escritorio de lugar. Peor era dar la espalda al ventanal: ahí estaban esos ojos fingiendo que miraban otra cosa. Estaban insumidos en un dialogo que ella no podía inteligir. ¿Hablarían de ella esos seres con plumas alrededor de la cabeza?
–...Y ese aire presuntuoso que tienen, como si las plumas fueran el último grito de la moda. Son una fauna y se hacen... –decía a su marido durante una cena la protagonista de esta situación de acoso. Él jugaba con su tenedor en el plato mientras ella ocupaba su boca con el merlot de ese sábado o con palabras sobre los plumíferos.
Pero esa semana hacia el final del verano fue decisiva. El martes, Analía estaba terminando unas letras de palo seco para una campaña publicitaria. Cuando sonó el estrambótico cucú que marcaba las seis, ella pensó dos cosas: primero, que para ser una persona acosada por el subgrupo volador del reino animal, el cucú había sido una elección decorativa un tanto polémica; segundo, que los graznidos de esos seres llegarían en cualquier momento, y que, en su código ininteligible a la distancia, el jogging y las pantuflas que Analía llevaba iban a ser el primer blanco de críticas.
El cucú la vió pasar cual bólido desde la sala al dormitorio para salpicarse con una nueva vestimenta.
El miércoles se empecinó. Eduardo, su marido, no quiso escuchar sobre sus intentos por descifrar a la distancia el diálogo de los pajarracos. Cuando ella vio que la indiferencia era suplantada por una irritación acallada por semanas en él, cambió el tema y discurrió sobre la gran cantidad de tiempo transcurrido desde que había ido al cine por última vez.
Esa noche, Analía no pudo dejar de pensar en el código secreto de los seres de la medianera. Le intrigaba saber su contenido. Pudo más el signo de interrogación que la almohada, y se levantó para ir hasta el ventanal. Se tentó con el resquicio entre cada hoja de la persiana y se propuse ver si distinguía en la medianera ese sexteto de ojos escudriñando su casa. Pero luego recordó que sólo los pajarracos más orgullosos de su condición (o los más cazadores) salían de noche. Y que el voyeurismo podía aplicarse hasta en un barrio con veredas de tierra que parecía poco interesante en primera instancia.
El jueves, durante el desayuno, Eduardo estaba cortante: