Hacer acrobacias en una pestaña puede parecer más complicado de lo que es, pero a fin de cuentas se la puede remar. Para desmitificar el mundo, este blog-cajón de sastre con las crónicas de un acróbata mal pago.

domingo, 30 de junio de 2013

El ancla

«¿Qué significaban aquellos misterios? ¿Había acaso un único 
mundo que dedicaba su tiempo a soñar otros mundos?»
Philip Pullman. La daga.

Pasaron micros.
Pasaron olas.
Pasaron cepas.
Pero en el transcurso de esa correntada
(que puede ser idéntico a la duración deseada
de un abrazo) pasó también la risa.
¿Dónde ocurrió? La perdí de vista.

No quedan ruinas: eso es un cuento.
Para que queden los despojos ya no hay tiempo:
siempre algo nuevo produce su estampida.
Lo constato:
brotan realidades desconocidas en mi entorno.

Pero no me preocupa lo que emerge
más bien lo que cierra los ojos y se pierde.
¿A dónde irán a parar nuestros fantasmas
cuando ya no estemos para recordarlos?
Es un engaño creer en libertades al cruzar la frontera:
ser fantasma es vivir en dependencia de los vivos.

¿Me estaré convirtiendo en uno?
¿Siempre lo fui y recién me entero?
Hoy perdí la orientación en la calle
y me pregunté si no sería acaso
lo que otro soñaba, interrumpido por un lapsus
en el que me invadieron unas preguntas.
Pero esa misma duda me eyectó de regreso.
Los fantasmas no tienen preguntas,
sólo la certeza de la rutina
y la inquietud de ser pasto del olvido.

lunes, 24 de junio de 2013

Pajarracos en la medianera

–Siempre te dije que no se podía vivir con una medianera tan baja– pensó Analía.

Esa era una de las muchas frases comenzadas en «siempre» que  solía espetarle a su esposo. Pero esta vez se la contuvo. Días después pensaría sobre esa contención y concluiría que había hecho lo correcto, porque el horno no estaba para bollos desde hacía rato. Para ningún tipo de panificado, en realidad.

Siempre se juntaban ahí, en la medianera. Quiso la casualidad, esa emperatriz del sadismo, que la pared en cuestión diera al ventanal principal de la casa de Analía. Otra de sus voluntades fue que los tres pajarracos se juntaran religiosamente a la hora de regar las plantas, cuando bajaba el sol, para que Analía sintiese sus cabezas asomadas mirando en dirección a ella.

Ella sabía que allí estaban aunque moviera el escritorio de lugar. Peor era dar la espalda al ventanal: ahí estaban esos ojos fingiendo que miraban otra cosa. Estaban insumidos en un dialogo que ella no podía inteligir. ¿Hablarían de ella esos seres con plumas alrededor de la cabeza?

–...Y ese aire presuntuoso que tienen, como si las plumas fueran el último grito de la moda. Son una fauna y se hacen... –decía  a su marido durante una cena la protagonista de esta situación de acoso. Él jugaba con su tenedor en el plato mientras ella ocupaba su boca con el merlot de ese sábado o con palabras sobre los plumíferos.

***

Pero esa semana hacia el final del verano fue decisiva. El martes, Analía estaba terminando unas letras de palo seco para una campaña publicitaria. Cuando sonó el estrambótico cucú que marcaba las seis, ella pensó dos cosas: primero, que para ser una persona acosada por el subgrupo volador del reino animal, el cucú había sido una elección decorativa un tanto polémica; segundo, que los graznidos de esos seres llegarían en cualquier momento, y que, en su código ininteligible a la distancia, el jogging y las pantuflas que Analía llevaba iban a ser el primer blanco de críticas.

El cucú la vió pasar cual bólido desde la sala al dormitorio para salpicarse con una nueva vestimenta.

***

El miércoles se empecinó. Eduardo, su marido, no quiso escuchar sobre sus intentos por descifrar a la distancia el diálogo de los pajarracos. Cuando ella vio que la indiferencia era suplantada por una irritación acallada por semanas en él, cambió el tema y discurrió sobre la gran cantidad de tiempo transcurrido desde que había ido al cine por última vez.

Esa noche, Analía no pudo dejar de pensar en el código secreto de los seres de la medianera. Le intrigaba saber su contenido. Pudo más el signo de interrogación que la almohada, y se levantó para ir hasta el ventanal. Se tentó con el resquicio entre cada hoja de la persiana y se propuse ver si distinguía en la medianera ese sexteto de ojos escudriñando su casa. Pero luego recordó que sólo los pajarracos más orgullosos de su condición (o los más cazadores) salían de noche. Y que el voyeurismo podía aplicarse hasta en un barrio con veredas de tierra que parecía poco interesante en primera instancia.

***
El jueves, durante el desayuno, Eduardo estaba cortante:

sábado, 15 de junio de 2013

Acuarelas

A pesar de sus pies, alcohólicamente pesados, llegó hasta los baños. Sentía el maquillaje corrido por su cara y la lejana voz de alguien que la llamaba cuando trasponía la puerta

–¡Sole! ¡Sole!

Se perdió entre compases y acordes pinchados por los dedos del DJ. Las notas cayeron como gotas y ella se tambaleaba.

No reparó en la falta de espejo, no reparó en el blanco dentífrico de los mingitorios. Sole manoteó la puerta mirando un charquito en el piso, que apenas se veía en la oscuridad del boliche. El agua reflejó la puerta al correrse y un nudo de manos diluidas en brazos. Su novio y aquel pibe que a ella tanto le calentaba en secreto, con el pelo hecho un enjambre y una mueca de placer amotinada en las comisuras. De caricias iba el asunto, al menos hasta el momento.

Las manos de ella, antes húmedas, se pusieron como el hielo al ver la escena. En ella surgió un eco freático que se extendió hasta los ojos (entre tanto eco de alcohol en la sangre). Pero todo se resumió en la pérdida de esa sonrisa ebria que llevaba hace rato, que se derramó por donde culmina la expresión de todas las emociones.

***

Meses después, cuando ya iba por la cuarta metida de pata de su novio y el correspondiente perdón por sus “experimentos”, Sole recordó el episodio mientras hacía unos largos en la pileta del club. Pesó que los recuerdos, sobre todo los desagradables, tenían la desafortunada característica de no escurrirse tan fácil como el agua entre los dedos y perderse para siempre.

".