Había reunido cada ítem de la lista: todos los
adminículos, esencias, hierbas, sustancias. El aire de su balcón real era
invadido por perfumes maléficos que, aún antes de mezclarse, burbujeaban en rencor.
La reina había estudiado con minucia los pasos de la invocación. Sólo una breve ceremonia coronada por el perfume del láudano bastaría para ver a su mortal enemiga hecha añicos. El espectro debía hacer bien la tarea, aquella que el cazador no había podido lograr; aquella que tampoco habían logrado sus otros complots.
Un último verso satánico, una última gota de ajenjo, un
último tallo de asfódelo…
Entonces, la oscuridad de esa atalaya respiró magia y la
hechicera contempló a aquel ser sobrenatural. Resultó muy distinto de lo imaginado:
un ser lumínico, con forma de mujer, que flotaba sobre los restos del brebaje.
–Soy un hada, hija mía. He venido a hacer el bien. ¿En qué
puedo ayudarte?
–¿Hada? Pero yo intentaba invocar a una súcubo, a un ser
de los siete infiernos.
El hada le dirigió una mirada extrañada. Pronto, sus
pestañas tradujeron una expresión de súbito entendimiento.
–Debiste confundir la cantidad de ajenjo, o la madreselva
por valeriana. La frontera que separa las invocaciones satánicas de las
benignas es muy débil.
Y desapareció.
La reina, iracunda, lanzó al fuego un torrente de agua que
materializó de la nada con sus poderes. Hastiada, optó por encantar una fruta y tomar
las cartas en el asunto por sí misma de una vez. Mientras ella iba al encuentro
de la malnacida de Blancanieves, pensaba en lo que sería de su vida y cómo
sería vista por la posteridad.
Injusta es la historia con los villanos, eso es sabido. Tanto
es así que ni siquiera le atribuirían haber sido pionera en realizar llamadas
al número equivocado.