Otra
vez me quedé atrapado. Todo por ese desgraciado talento mío para quedarme
dormido en cualquier lado. Esta vez todo fue por esperarla a Cecilia cuando
salía de su turno en la sala de maquillaje. Y yo me vengo a quedar dormido
entre la utilería. La verdad es que me había escondido entre las porquerías
esas porque quería sorprenderla. Quería darle uno de esos sustos que después de
te hacen reír y con eso, activar un poco la cosa. Pero no: me dormí. Debería
pegarme recordatorios de que mis planes de seducción suelen terminar en una muy
prolija nada. Para peor: no sé si decir que yo la dejé plantada, si ella me
plantó o si todo fue una confusión… botánica.
Son
las cuatro de la madrugada y estoy atrapado en este set hasta las siete, cuando
se despierten las entrañas de este lugar donde filman La aventura del castillo. Un día más de rodaje. Y un día más en que
voy a tener que buscar una excusa para hablarle a Cecilia. Bueno, ahora me
ahorré buscar el motivo: voy a tener que explicarle el plantazo. La otra vez
que me pasó algo así le iba a decir que me había equivocado de pasillo, que me
había tomado un valium. Pero cambié
de opinión porque no quedaba muy elegante que digamos. Iba a pensar que soy un
remolino químico –o peor, un octogenario de alma en un cuerpo de 30 años al que
le cambian la sublingual y se le distorsiona la vida–. Mirá si me imagina
cayéndome dormido por ahí, con la baba colgando y eso le saca todo el erotismo
a la cosa. Entre eso y el miedo a una mala combinación química iba a salir
espantada.
Lo
que daría por no haberme terminado los puchos.
A
esta hora los decorados duermen. Tienen ese sueño que no es silencioso: hacen
crujidos raros, de esos que la gente también hace durante el día, pero que casi
nadie nota, ya sea porque hay muchos otros ruidos o porque a nadie le importan.
Las cañerías fingen estar quietas y ciegas, pero creo que son voyeurs del peor
tipo: del que no solo disimula sino que tiene memoria para el detalle más
vergonzante y morboso. Como la gente del telo, que te debe espiar por ese
espejo doble –no sé si para calentarse o para creerse que está en una película
de interrogatorios–.
¿Y
las luces? ¡Los reflectores! ¡Reflectores de mierda! A esta hora deben
aprovechar para cagarse de risa de todo y todos a los que escracharon durante
el día con su luz vigilante, todo eso que Cecilia tiene que disimular con capas
de cremas y polvos. Así labura, tratando de ganarle batalla a una iluminación
mala en una película mala de clase U.
¿Estoy
muy cebado? ¿Le imagino a las cosas una vida secreta más interesantes de la que
tienen en realidad? ¿Qué carajo se puede hacer sin un celular ni puchos en un
set a oscuras a las 4.30 a.m.? Y encima con una calentura frustrada.
En
algún lugar suena un pajarito. Si mi hermano estuviera acá, se pondría a
especificarme por qué es un sinsonte y no un mirlo: que el plumaje, que el tono
del canto, que el timbre… y después se pregunta por qué tiene menos levante que
el vuelo de una gallina. Bah, a esta hora y después de una siesta inoportuna lo
del levante bien podría ser algo de familia, como las maldiciones que
perseguían a las familias griegas de la obra esa a la que le tuve que hacer la
utilería. O como persigue la yeta a la heroína de la telenovela que mira
Cecilia por internet en su descanso. ¿Cómo era? ¿Salvajemente apasionada?
¿Dónde
estará el pájaro ese? ¿Habría alguna ventana abierta en este estómago de cartón
que se hace pasar por paredes de un
castillo? Puta madre. Ahora me voy a tener que obsesionar con el pájaro. Por
ahí, de neurosis en neurosis se me pasa volando la hora. Mi tío siempre me
decía que yo era un «culo caliente», como dicen en el campo a los que se les
antoja una cosa y luego otra, por no tener constancia ni concentración.
Por
cierto, ¿en qué estaba? Ah, sí: el pájaro. ¿Dónde habrá una gomera para ese
pajarito?