Hacer acrobacias en una pestaña puede parecer más complicado de lo que es, pero a fin de cuentas se la puede remar. Para desmitificar el mundo, este blog-cajón de sastre con las crónicas de un acróbata mal pago.

jueves, 5 de julio de 2012

El pecado imperdonable

 Para Alejandra,
que me dio estas palabras en préstamo; 
se las devuelvo en un nuevo envoltorio.

“¿Cómo salir de un enredo?”. Una pregunta constante cuando leía un libro. O la única; la que se hacía ante el conflicto de un conde partido en dos o un deudor que paseaba por la ciudad obnubilado en sus desgracias.

“Los enredos son fascinantes”. Por eso a Valentina le gustaban los libros con esas cubiertas de entrelazados gofrados, viejos resabios de una tradición anglosajona perdida.

“Los enredos no tienen cabida”. Al menos no en su vida, que por lo general era muy organizada. Había conflictos, pero no venían en madejas ni marañas. Valentina era sobrepasada por su propia e incontrolable eficiencia.

Un día se cumplió su sueño de vivir horas en un enredo, uno de papeles viejos, gofrados y estantes. Ingresó como a trabajar en una antigua biblioteca, atestada de materiales que serían en sueño de cualquier flama que aspirara a convertirse en incendio.

Allí, en medio de su Alejandría, la bibliotecaria cometió el pecado imperdonable.
Siempre era metódica al ir a buscar los libros. Si había que devolver varios al estante, uno por vez. Si había que revisar algo por su propio interés no se sacaba un libro sin haber devuelto el ejemplar anterior a su lugar. La delicadeza al sostenerlo por el lomo y no dañarlo se apreciaban. La pulsión bibliófila ajena, también.


Pero esa tarde de otoño le ganó la curiosidad. La libido curiosa que buscaba grabados antiquísimos se le enganchó a través de los ojos en un lomo que vio al pasar. Tomó uno y se dio una panzada. Tomó otro del mismo estante y lo mismo. Tomó dos más de la misma obra en volúmenes, más finitos estos y los escudriñó. Quedaba poca luz ¿a dónde se había ido el tiempo? Con los cuatro en brazos y revisando uno mientras caminaba se quiso acercar a la ventana. Siempre era buena la luz que entraba por ese cristal enmarcado entre estanterías de chapa atornilladas a la pared. Siempre servía de buen apoyo esa estantería bajo el alfeizar que le llegaba a la cintura.

Pero quiso el destino entender como negligencia su caminar con delicados libros del 1790. Quiso que se tropezara con un lápiz extraviado en aquellas baldosas desde los tiempos del papiro quizá. Quiso que la bibliotecaria aterrizara viendo desperdigarse en el aire la obra en cuatro volúmenes de la cual alcanzó a atajar tres. Quiso el destino que el cuarto ejemplar, el más finito cayera en dirección al estante bajo el alfeizar, que hubiera una hendija entre el mueble y la pared por la que pasó el libro perdiéndose para siempre en la clandestinidad de la chapa y el hormigón.

Valentina vio la secuencia insólita. Sintió como si hubiera destruido el libro de arena usándolo como caja higiénica para su gata. Un pecado que quizá solo ella (y un viejo ciego que supo ver el paraíso en las bibliotecas) apreciaría en toda su magnitud.

Alguien dijo que el universo no fue hecho a medida del hombre, pero que lejos de serle hostil le es indiferente. El pecado, en cambio estaba diseñado a la medida del negligente para desatar pequeñas tragedias individuales.

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El pecado imperdonable por Lucas Gagliardi se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-SinDerivadas 3.0 Unported.
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