–Parece que no
tenés suerte– dijo Patricia cuando ya estábamos sentados dentro del colectivo.
Se refería a que había ido con ella hasta el Partenón con la intención de
tocarle la puerta a Atenea para pedirle una tacita de azúcar y había fracasado.
Las deidades no eran muy buenas vecinas, según parece. Tampoco lo eran las sibilas,
pues dos días antes había ido a Delfos a pedirle el horóscopo a la adivina del
templo de Apolo y no la había encontrado.
–Sólo faltaba
que en la roca de la sibila hubiera un cartel que dijera “Me fui de vacaciones.
Vuelvo en quince días” o algo parecido. Este país respira menos mitología de la
que yo pensaba– dije.
–Sólo a vos se
te ocurre venir a Europa un 12 de enero.
El colectivo no estaba
lleno pero nos sentamos en uno de esos asientos miran hacia la parte trasera y
dejan ver las calles que el recorrido olvida. Sí, esos asientos que producen
mareos y arrepentimiento de haber comido pesado. Además era un colectivo-acordeón,
de esos que en La Plata había ensayado la línea este sin mucha repercusión en
2011.
En la siguiente
parada constaté algo que Pato me había dicho: nadie pagaba el boleto en la
ciudad de las ruinas. Resulta que como en Atenas se ingresa al colectivo por
cualquier puerta, nadie pagaba el euro con diez que exigía la respectiva
maquinita y al conductor poco le importaba que los pasajeros hubieran hecho
costumbre del abuso del subsidio al transporte.
–Y el agua
mineral también está subsidiada. Viste que una botella no te sale más de 50
centavos de euro en ningún lado. Lástima que no subsidien los sublakis–. Nos reímos pensando en aquella comida que
funcionaba como nuestro reemplazo helénico del choripán que tanto extrañábamos.
Pato aún más porque ya llevaba dos años en esa ciudad que había visto gatear y
morir imperios.
Faltaba un tramo
todavía. La parada que nos dejaba en el barrio Galatsi, donde estaba su
departamento, era la anterior al final del recorrido, a pocas cuadras de la
terminal. Ya me había habituado a ver el edredón de mármoles y ladrillos
modernos que configuraban esas cuadras del recorrido. No, micro no, colectivo.
Siempre la misma discusión entre los platenses y la gente de otros lados. Como
con pollajería, la rambla, el diagonal. Ni ella ni yo habíamos nacido platenses y habíamos
pasado toda una carrera universitaria defenestrando las particularidades léxicas
de nuestra querida ciudad adoptiva. En eso, el español platense era una lengua
que no reconocíamos como nuestra casa.
Piedra, piedra
mas piedra y grifos engarzados en donde fuera. Que ciudad redundante.
–¿Te fijaste
cuanta importancia le dan a las piedras en esta civilzación?– pregunté. A algo
tan inerte... Pero hay piedras con nombre por todos lados. La piedra de la
sibila –que no estaba de guardia–, la piedra de Tarpeya, la piedra de la Atenea
Niké, la piedra de Sísifo.
–La de Tarpeya
es de la mitología romana.
–Bueno, si se
afanaban mutuamente las deidades, che. La cosa es que le dan mucha importancia
a las piedras.
–Cierto– asintió
ella–. Le dan más bola que al olivo casi. Supongo que quedaron traumados con lo
de Sísifo. Qué castigo: hacerlo subir una piedra que siempre se vuelve a caer
de la montaña. Nunca lo mata pero la piedra termina por aplastarle el alma.
–Espero que no me
pase eso mañana cuando vayamos a avistar minotauros en Creta. Desde ya te digo
que si no veo uno, que me aplaste alguna roca y me armo un naufragio en el mar
Egeo para mí solo. La piedra me parece que lleva menos parafernalia igual.
Pato, tratá de que sea milenaria así muero con algo de prestigio.
–Lucas, ya estás
en Atenas; suficiente prestigio con eso. O resérvate la muerte para cuando
estés en París y de última te morís en una zanja. Pero de París– dijimos esto
último al unísono.
Estábamos por
llegar a la parada final.
–Por cierto, Pato,
este es el momento que te diga que me afané una piedra histórica del templo de
Atenea cuando el guardia no veía. Y como no tenía bolsillo te la metí en ese de
tu carrera. Por eso te pesaba cuando te ayudé a subir el escalón del micro...
Digo, colectivo. Perdón por hacerte pensar que te estabas volviendo señora a
los 30 años.
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