En esos días ellos sólo conocían o podían dar cuenta del pasto en
aquella plaza. Él apenas registraba otra cosa que a ella, ni siquiera a la
comparsa que se la pasaba ensayando en esa isla verdosa dentro de la ciudad.
Ella tampoco registraba otra cosa: sólo estaba concentrada en él para decirle
algo que no le salía.
En los auriculares de él sonaba Sigurd rós. Entre ellos solía
haber silencio, echados en una siesta al sol de plaza poco arbolada. Hasta que
llegó la nena que saltaba con la soga.
Martín lo advirtió cuando la soga se le enganchó en el pie,
que tenía extendido al final de la pierna y sobre la raíz de un árbol. Victoria
siguió el sobresalto de él y avistó a la nena.
–¿Por qué están durmiendo en el pasto? ¿No tienen casa?–
preguntó salteándose preámbulos al ritmo de la curiosidad.
Ellos se desengancharon de su abrazo dormido y, al
desperezarse, se miraron para ver qué contestaban. Él tomó la delantera con el
sopor malaonda que solía presentar cuando lo despertaban.
–Sí, sí tenemos. ¿Y vos por qué jugás a saltar la soga en la plaza solita? ¿No
tenés casa?– y se sacó una hoja marrón que le había caído en la panza mientras
dormía. Victoria no lo miró tirar su veneno, como siempre que lo hacía. Escondió los ojos en las hojas.
La nena lo miró fijo, pero no tenía expresión; sólo tenía
unos 8 años. Pero levantó un dedo acusador que martilló la sentencia: les dijo
que no iban a durar mucho juntos. La nena se fue por donde vino; por allí había
un músico que dejaba descansar unas notas de saxofón sobre la gramilla.
***
Me di cuenta que con su partida que algo más se había ido. A
ella le noté la duda subiéndole por el cuerpo. Casi puedo jurar que se asomó
por el bretel caído de la musculosa que tenía puesta pese a que la tarde estaba
fresca.
¿Simple neurosis de un chico inseguro?
No sé en qué punto la empecé a notar fría, distante, que ya no
respondía. Pero por momentos parecía arrepentirse y volver a ser la de antes.
Pero después de eso comenzaban las discusiones y los planteos, siempre por
cosas sin importancia.
Se me hacía cada vez más difícil leer algo en su cara. Me ponía a pensar
cuál sería la causa del fin anunciado: ¿Otro tipo? No parecía darle bola a ninguno. Pero
aunque me lo tragaba me sentía irritado cuando la veía hablando por más
de dos minutos con un flaco. Ella se daba cuenta. Como también se daba cuenta
de que no me caían bien las amigas que le conocía.
Pero parecía ponerle onda, que quería salvar las papas del
fuego. Yo cada vez pensaba más en la nena de la soga y en lo que había dicho.
Y
llegó el día en que un desplante mío terminó todo. Le dije
que no aguantaba hacerme la cabeza así ya que ella tampoco quería hacer
mucho para cambiar las cosas. Me daba la sensación de que ponía
distancia en momentos precisos
para no hablar nuestros problemas, sabiendo con precisión quirúrgica
cuándo y cómo sacarme. Fue
a mes y medio después de lo de la plaza y la nena de la soga.
***
Medio año después estaba en la casa de Mariano, un amigo que
además era primo de Vicky. Entre idas y
vueltas de Malbec vi una serie de fotos que él había sacado. En una estaba
Victoria acompañada por una nena de vestido celeste y una soga familiar. Y en
otra foto –en escalas de grises y negros– con ella estaba un saxofonista que me
resultaba conocido. Mariano me dijo que el tipo tenía una hija y que Victoria
estaba haciendo de madre postiza y se había acomodado muy bien a esa idea.
La
elegancia de las formas siempre había sido lo suyo. Ay Victoria. Lo mío
era la capacidad de
reformular constantemente aquellos tiempos fuera lejos del pasto,
reformularlos a convenciencia de mis culpas. ¿Sería por eso tanto ardid,
tanto esfuerzo elegante suyo? Una forma teatral de cortar, con un manto
de silencio sobre los deslices de un chico
inseguro. ¿Se habría enterado de mis deslices?
Muy bueno che...esas cosas de los chicos.
ResponderEliminarJaja, gracias. Yo diría de los chicos y e los grandes. He conocido gente que le da letra a los pibes para que hagan lo que los grandes no se animan. Total los nenes tienen luz verde...
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