«Maldición eterna a quien lea estas
páginas», leyó con dificultad (o creyó leer) en aquella, su lengua, perdida en la rama de los parientes
del sánscrito. Él pensó que era una advertencia un tanto exagerada, pues si el libro
se había escrito era natural que existiese algún lector para el mismo.
¿Serían los sacerdotes brahamánicos quienes lo leían entre
cada ronda de meditación? ¿O también
los ricos que, según se decía, habían hecho popular ese escrito y que en un ataque de cosmopolitismo sectario habían incluido esa maldición tan extranjera?
Un pensamiento aún más bizarro lo hizo
imaginar a Shiva con una copia del libro en cada brazo. Se imaginó que su robo
perpetrado contra aquel templo ayudaría (de paso) a esparcir los conocimientos
de ese texto.
Él no sabía leer de corrido, pues solo conocía
los rudimentos del devanagari. Los había aprendido escuchando en la calle a algún
anciano quien, creyendo que reencarnaría en un sabio sacerdote, se había ocupado
de cultivar su mente vaya uno a
saber cómo con la intención de prepararse para su siguiente vida. No importaba: el libro sagrado era pródigo en dibujos y clara su escritura en las partes fundamentales.
Sólo con escabullirse a la hora del
rezo había bastado. Era un experto en subterfugios; no era tan complicado entre las calles atestadas de gente
y de vándalos con los que solían confundirlo. Escabullirse dentro de un templo que,
aunque algo alejado del bulto de la ciudad por estar en un promontorio, también se encontraba atestado de
gente. Era un desafío, un peligro. Vaya uno a saber si al
tocar el códice no se activaría la maldición mencionada que le impediría salir; vaya uno a saber si cobraría la forma de serpientes gigantescas o de monjes enfurecidos que
olvidarían sus prédicas pacíficas.
Qué suerte la suya: ser un escéptico nacido de
las calles. En su caso, esa condición temeraria lo ayudó a esquivar al grupo que
volvía de la oración y, con acrobacias que lo condujeron a un techo, pudo
detenerse un momento más a revisar los folios que había sustraído. Logró
entender la frase con la maldición y pensó que después de todo no leía tan mal.
El desafío estaba en bajar ahora, pues el límite del templo era también el límite
del promontorio que terminaba, a su vez en un callejón de la ciudad más abajo. Y
bajar a su vez implicaría soltar parte del libro al mundo aunque su objetivo
primordial fuera otro. ¿Sería esa la maldición eterna? ¿Romperse el cuello al
descender por ese barranco? ¿Que una de las apsarás en relieve se desprendiese
y le quebrasen la humanidad? Un escéptico como él cree que las únicas
maldiciones existentes vienen en forma de desgracias cotidianas, pero menos
escabrosas que un cuello giratorio.
Empezó el arriesgado descenso. Y allí, entre los árboles bajo el templo, lo perdieron de vista los ojos del único
monje que lo había avistado. Supondré que llegó a destino aunque nunca sabré
como, al igual que aquel monje cuando me lo contó por escrito y en tiempo diferido en una crónica.
¿Valía la pena enfrentar un mundo eterno
de torturas y suplicio solo por leer los secretos que buscaba? Sí. Porque aquel muchacho tenía un interés romántico por una muchacha muy hermosa. Y los folios robados eran parte
del mítico Kama Sutra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario